Los bomberos de Barahona, héroes con capas desgarradas
Por: Xavier Carrasco
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El pasado sábado, un voraz incendio redujo a cenizas una vivienda subdividida en la que habitaban tres familias, en la calle 30 de Mayo esquina Sánchez. Las causas del siniestro aún son desconocidas, pero lo que sí se propagó con rapidez fue otro fuego: el de las críticas en redes sociales. Apenas el humo se disipó, comenzaron a llover comentarios acusando a los bomberos de tardanza, de ineficiencia e incluso de indiferencia.
Pero pocos se detuvieron a pensar en las condiciones en las que estos hombres y mujeres trabajan. ¿Cuántos de ellos cuentan con equipos adecuados, respaldo logístico y recursos suficientes para operar con eficacia? La realidad es que en Barahona, como en gran parte del país, nuestros bomberos combaten las llamas con trajes gastados, mangueras parchadas y camiones que parecen reliquias de museo.
Hace un tiempo me obsesioné con una serie llamada 911, que retrata estaciones de bomberos en ciudades donde cada emergencia se atiende con precisión, equipos de última generación, personal altamente capacitado y salarios que reconocen el riesgo de la labor. Esa es la diferencia, allí se entiende que un bombero no solo es valor, también es herramientas, respaldo institucional y una remuneración digna que motive a seguir sirviendo.
Aquí, en cambio, nuestros muchachos son marginados de la misma sociedad que aman y protegen. Arriesgan su vida por un deber que el Estado no respalda y que el sector privado solo recuerda cuando necesita certificaciones, incluso falsas, para proteger sus intereses. Los prefieren vulnerables, porque así son más fáciles de ignorar.
Con carencias que van desde la escasez de herramientas y la falta de capacitación, hasta salarios que apenas alcanzan para sobrevivir, no es posible exigir respuestas rápidas y perfectas. En una ciudad donde a veces ni el agua está garantizada, hay que repensar seriamente cómo se concibe y se sostiene una institución como el Cuerpo de Bomberos.
Es fácil criticar desde la comodidad de un teléfono. Lo difícil es ponerse en las botas de quien entra en una casa envuelta en llamas, respira humo tóxico y enfrenta techos que se desploman, con un casco que quizá no proteja lo suficiente. Lo difícil es entender que la valentía de un bombero no se mide solo por la rapidez con la que llega, sino por la disposición de jugarse la vida sin garantía de volver a casa.
Nuestros bomberos son héroes, pero héroes con capas desgarradas. Les exigimos resultados como si fueran protagonistas de una película, pero los equipamos como si vivieran en otro siglo. No necesitan aplausos en redes sociales después de la tragedia, necesitan un compromiso real, mejores sueldos, entrenamiento constante, equipos modernos y una infraestructura que les permita cumplir con lo que la ley y la moral les exige.
Porque la próxima vez que el fuego toque a nuestra puerta, querremos que quienes lleguen a salvarnos lo hagan con la seguridad, la fuerza y la dignidad que merecen. Y mientras eso no ocurra, su heroísmo seguirá siendo un acto silencioso, admirable… y dolorosamente injusto.
Porque un bombero es la llama que no quema, el agua que no se agota y el corazón que late más fuerte cuando todos los demás se detienen.
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